167- Primeras sensaciones en ESTADOS UNIDOS
Después de siete años y medio recorriendo todos los rincones de la América al sur del río Grande, desde Ushuaia hasta Tijuana, por fin cruzamos la frontera del mundo anglo. Ya tocaba cambiar, era necesario salir de nuestra querida América Latina y comenzar una nueva etapa.
Sí, habíamos hecho incursiones en países de raíces afro-anglo-indio-caribeñas como Belice, Guyana, Surinam o Trinidad y Tobago, que resultaron ser ensaladas culturales tremendamente interesantes. Eran porciones de tierra, pequeños enclaves conquistados hace cientos de años por Inglaterra y Holanda pero colonizados con esclavos africanos y trabajadores hindúes. Son países donde lo raro es ser blanco y comer sin curry.
Por eso, influenciados por los coletazos de la ley Arizona en contra de todo lo que sonara hispano y por los calzones sucios aireados por Wikileaks, entramos a Estados Unidos con unos cuantos prejuicios que se irían disipando con el tiempo y una misión sagrada: llegar a todos los rincones de norteamérica con el orgullo de ser hispano y latino. Y hacerlo sin olvidar a Pancho Villa, el único güey que se atrevió a invadir al país con más armas per cápita del planeta.
MOMENTO UNO
Lo primero que me llamó la atención al entrar a Estados Unidos fue la educación de los empleados en todos los negocios. Fue una sensación extraña, no solo me atendían con cortesía, sin darme a entender que me estaban haciendo un favor, sino que se preocupaban de mi vida y mi salud como una tía a la que hacía tiempo no veía.
– Hello, welcome, how are you today? Is a beautiful day, isn’t it? How are you?
Un par de veces estuve a punto de explayarme, siempre es tentador comenzar a contarles tu vida, decirles bien, pero tengo gases. No te importa, ¿no? Es que ayer comí unos frijoles que me cayeron un poco pesados…
Eso sí, cuando te lo repiten ocho veces seguidas te das cuenta que no se trata de educación, sino de repetición mecánica. Cortesía empresarial, plástico social. Ellos quieren que te sientas bien en el negocio donde trabajan, les expliques con confianza lo que buscas y ellos te enchufarán lo más cercano que tengan. Mientras no te mueras allí (por temas de seguros y posibles juicios), les importa muy poco como te encuentres ese día.
MOMENTO DOS
La segunda impresión ocurrió en la ruta. El ritmo de los vehículos en las autopistas de Estados Unidos es tan fuerte que comencé a temer una multa de la Highway Patrol por ir demasiado despacio. A noventa kilómetros por hora me sobran dedos de una mano si recuerdo las veces que adelantamos un coche durante los últimos dos meses:
- una camioneta antigua conducida por una pareja entrañable de ancianos.
- un camión cargado con toneladas de fierros viejos en una cuesta que nos volvió a adelantar en una llanura.
- un Ferrari que iba a doblar en una esquina.
En esos primeros días también paramos un par de veces en un restaurante de comida rápida estilo mexicano llamado Taco Bell. Es raro, no sé cómo hacen para que comer allí sea más barato que comer en cualquier sitio de México. En serio, la segunda y última vez me pedí el burrito más grande jamás hecho por Taco Bell. Sin duda, era de carne, pero nunca te dicen qué tipo de carne. Si es carne de gato, carne de perro, carne de primo o simplemente, riñón.
La cuestión, el inconveniente moral surge cuando te das cuenta que los tacos, burritos y gorditas están riquísimos. Intentas descifrar los sabores de esa crema espesa y amarillenta color queso que inunda el interior y llegas a una única conclusión: están muy ricos porque llevan todos los saborizantes artificiales autorizados para que tengan un sabor estupendo.
Hasta ahí todo bien. Como habitante de una sociedad de consumo, lo aceptas. Una alta autoridad muy seria y preocupada por nuestra salud debió autorizar el uso de esos conservantes con nombres en clave que suenan a laboratorio. Aunque algo te pica, te escuece. Notas que el cincuenta por ciento de las personas que comen allí dentro son gordos. Que el otro cincuenta por ciento son filipinos, no engordan nunca.
En realidad, empiezas a preocuparte seriamente cuando vas al baño, te apoyas en la pared y comienzas a mear de un color amarillo, amarillo fluorescente sobrenatural…
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El Libro de la Independencia. ISBN 978-84-616-9037-4
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Pablo Rey (Buenos Aires) y Anna Callau (Barcelona) viajan por el mundo desde el año 2000 en una furgoneta Mitsubishi Delica L300 4×4 llamada La Cucaracha. En estos años veinte años de movimiento constante consiguieron un máster en el arte de sobrevivir y resolver problemas (policías corruptos y roturas de motor en el Sáhara, por ejemplo) en lugares lejanos.
Durante tres años recorrieron Oriente Próximo y África, de El Cairo a Ciudad del Cabo; estuvieron 7 años por toda Sudamérica y otros 7 años explorando casi cada rincón de América Central y Norteamérica. En el camino cruzaron el Océano Atlántico Sur en un barco de pesca, descendieron un río del Amazonas en una balsa de troncos y caminaron entre leones y elefantes armados con un cuchillo suizo.
En los últimos años comenzaron a viajar a pie (Pirineos entre el Mediterráneo y el Océano Atlántico, 2 meses) y en motocicleta (Asia) con el menor equipaje posible. Participan en ferias del libro y de viaje de todo el mundo, y dan charlas y conferencias en escuelas, universidades, museos y centros culturales. Pablo ha escrito tres libros en castellano (uno ya se consigue en inglés) y muchas historias para revistas de viaje y todo terreno como Overland Journal (Estados Unidos) y Lonely Planet (España).
¿Cuándo terminará el viaje? El viaje no termina, el viaje es la vida.
jajajaja…por lo que cuentas,da la impresión de una sociedad de autómatas…
jajaja no pense que Canada y EEUU fueran tan parecidos… pero todo lo que cuentas lo podriamos trasladar a Toronto!
Muy, pero muy interesante la bitácora de su viaje. Desde Ushuaia, voy a seguir leyendo los relatos anteriores, y estaré muy atento a lo que publiquen.