102- Apostando con los marineros de Babel | VIAJES EN BARCO
(Viene de Las costas colombianas están vigiladas por Estados Unidos)
– Mira lo que tengo –repite Basilio enseñando los dientes mientras me desvela parte de sus cartas, dos comodines de sonrisa boba vestidos como bufones medievales.
Hoy tampoco es mi día. Hoy vuelve a ser su día.
Aparte de jugar a las cartas por la noche y arreglar pequeños desperfectos de la furgoneta bajo el sol asfixiante del Caribe panameño, no hay nada que hacer. Pero no hay nada que hacer, en todos los sentidos.
Estamos anclados a doscientos metros de tierra firme, a doscientos metros del puerto de Cristóbal, en Colón, Panamá, por fin Centroamérica, y no podemos pisar tierra. No podemos desembarcar del Intrepide, nuestro buque de carga colombo-boliviano. Y ese es el más duro, el más absurdo, el más inflexible, el más insoportable no hay nada que hacer.
Estamos atrapados en el barco.
– No tiene sentido con la tierra tan cerca –le explico al capitán, que ya lo sabe.
Los barcos que llegan vacíos de la Guajira colombiana esperan su turno para amarrar en un parking marcado con boyas amarillas fuera del muelle 16, frente a la entrada del canal de Panamá. Todos trabajan con alguna agencia naviera panameña más o menos eficiente que se encarga del papeleo legal, permisos-aduana-migración-tasas-carga-inspecciones. La nuestra, Rosado Maritime Corp., una casucha dentro de un almacén oscuro en la zona franca, transpira un miedo tremendo a los barcos colombianos. Para ellos todos son sospechosos de narcotráfico. Tienen terror a que los marineros bajen a puerto, a que quieran quedarse en tierra después que su barco haya partido. A que uno de los buques llegue a puerto con una furgoneta atada en la cubierta.
– ¿Por qué no nos avisaron? ¡Eso no se puede hacer! ¡Y cómo es que llegan con dos extranjeros ilegales en el barco! –chillaban sin escuchar el primer día a todo el que pusiera el oído al teléfono.
El segundo día comenzaron a repetir mañana, esperen hasta mañana que les enviamos al representante del puerto y la inspección sanitaria para que puedan desembarcar. Mañana, no se preocupen. Mañana.
Mañana dijeron que para saltar a tierra antes que el Intrepide amarrara en el puerto debíamos pagar 250 dólares por gastos de lancha y trámites. Después, sencillamente, dejaron de atender el teléfono.
A esa altura, ya sabíamos que todo era mentira. Después de tres días preparándonos cada mañana para desembarcar, dejamos de creerles. Era absurdo, pero teníamos que esperar a que el barco tocase puerto para poner un pie en tierra firme. Tierra firme, allí, a doscientos metros, entre las calles calientes de Colón.
Paciencia. Al otro lado del barco está la primera boca del canal de Panamá, por donde monstruos marinos cargados de petróleo y contenedores avanzan custodiados por pequeños remolcadores de gruesos labios negros. Cambiar de océano, del Atlántico al Pacífico o viceversa en sólo 24 horas, cuesta más o menos 80.000 dólares. Es el precio por ahorrarse las tres semanas de viaje a través del Cabo de Hornos.
(Por cierto, los veleros privados pagan sólo unos 500 dólares).
Paciencia. La globalización del idioma pasa por el canal de Panamá. Todos los tipos, maneras, acentos, modismos y formas de hablar inglés salen a través de la radio del barco. Con el tiempo, cuando te acostumbras, comienzas a notar las diferencias entre inglés panameño, inglés francés, inglés norteamericano, inglés sudamericano, inglés indio, inglés chino, inglés desconocido, inglés ruso y hasta algún inglés inglés, que termina siendo el más excéntrico de todos. La radio marítima del puerto de Cristobal es una Babel gringa.
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Paciencia, no podemos descender del Intrepide. Paciencia, ya vamos por el cuarto día y no hay novedades. Paciencia, ya lavamos la furgoneta con la manguera contraincendios del barco. Paciencia, se acabaron los pequeños desperfectos que había que arreglar. Paciencia, aunque tener paciencia enloquece, sobre todo cuando por fin te han contactado de una revista española para que escribas un artículo.
Paciencia, vamos a jugar a las cartas con los marineros, aunque ya sé que vamos a perder dinero.
Cada noche Basilio le habla a las cartas como un prestidigitador, como un enamorado que promete todo lo que hay entre el cielo y la tierra a su mujer en coma. Luego me habla a mí, me pide las cartas buenas, las que necesita para volver a ganar. El cabrón quiere que me equivoque. A la izquierda el capitán sonríe y tira un tres de picas que no sirve para nada. Yo acaricio mi diente de tiburón, le pego un coscorrón al mazo y levanto un siete de corazones.
Al otro lado de la mesa se sienta Escobar, que se queja de las diez lucas, las diez barras, los diez mil pesos colombianos que ya no encuentra en su bolsillo. Que desaparecieron antes de perderlos en la mesa. A veces se levanta para fumar un cigarrillo y Anna le reemplaza. Y nos gana a todos con el dinero de Escobar.
– A ver, qué onda. ¿Vos jugás para Escobar y ganás? ¿Por qué no jugás con tu dinero, con nuestro dinero? Vení, sentate de este lado.
Y paciencia, vuelve a hacerse de noche. Ya son seis días atrapados en el barco, sin poder bajar a tierra, y retornamos a las cartas. Basilio ordena la mesa de juego improvisada sobre un par de cajas de plástico cubiertas por una bandera de señales marinas. El rito comienza apenas oscurece, cuando las grúas del puerto se iluminan como arbolitos de Navidad. A ver si hoy toca ganamos.
A nuestro lado la radio sigue viva. Repite rompeolas, adelante, ship, over, cambie a diez uno cero, breakwater, buen viaje, at 5 miles, puerto cristóbal acercándose. La radio habla con todos, chinos, rusos, norteamericanos e indios, menos con nosotros. Paciencia, hay que esperar, hay que seguir esperando. Algún día se fijarán en nuestro pequeño buque de carga, sí, ese, el que lleva una furgoneta atada en cubierta.
– Clistobal sinal esteishon, clistobal sinal esteishon –dice la radio.
– Go ahead –responde, se responde a sí misma.
Algún día dirá otra cosa, algo así como llamando al Intrepide, Intrepide responda, cambio. Entonces abandonaremos el limbo y podremos pisar Centroamérica.
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El Libro de la Independencia. ISBN 978-84-616-9037-4
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Pablo Rey (Buenos Aires) y Anna Callau (Barcelona) viajan por el mundo desde el año 2000 en una furgoneta Mitsubishi Delica L300 4×4 llamada La Cucaracha. En estos años veinte años de movimiento constante consiguieron un máster en el arte de sobrevivir y resolver problemas (policías corruptos y roturas de motor en el Sáhara, por ejemplo) en lugares lejanos.
Durante tres años recorrieron Oriente Próximo y África, de El Cairo a Ciudad del Cabo; estuvieron 7 años por toda Sudamérica y otros 7 años explorando casi cada rincón de América Central y Norteamérica. En el camino cruzaron el Océano Atlántico Sur en un barco de pesca, descendieron un río del Amazonas en una balsa de troncos y caminaron entre leones y elefantes armados con un cuchillo suizo.
En los últimos años comenzaron a viajar a pie (Pirineos entre el Mediterráneo y el Océano Atlántico, 2 meses) y en motocicleta (Asia) con el menor equipaje posible. Participan en ferias del libro y de viaje de todo el mundo, y dan charlas y conferencias en escuelas, universidades, museos y centros culturales. Pablo ha escrito tres libros en castellano (uno ya se consigue en inglés) y muchas historias para revistas de viaje y todo terreno como Overland Journal (Estados Unidos) y Lonely Planet (España).
¿Cuándo terminará el viaje? El viaje no termina, el viaje es la vida.