271- Cómo conseguir un repuesto cuando estás lejos, en CANADÁ | MECÁNICA EN RUTA
(viene de Los Newfies: Breve historia social de otra avería en el fin del mundo)
Llevábamos seis días varados en Saint Anthony, un pueblo de diez mil habitantes tan al norte de la isla de Terranova que incluso se ven icebergs en verano. La barra de torsión izquierda se había partido tras un salto a 80 kilómetros por hora en un desnivel invisible del asfalto, dejando en el camino un sonoro CLONG y un pedazo de metal roto. Sin el repuesto, lo único que podíamos hacer era dar media vuelta y buscar lentamente un rincón tranquilo, como hacen los perros atropellados.
Y esperar, esperar con calma y paciencia lamiéndonos las heridas con una sola convicción: volvíamos a estar en problemas.
No era la primera vez que nos quedábamos cojos en la ruta. Comparado con la rotura de motor en medio del Sahara en Sudán, con los 800 kilómetros que tuvimos que hacer para encontrar un mecánico decente en Kenia (más los 800 kilómetros de vuelta) o la experiencia de forzar un motor congelado en el Altiplano Boliviano hasta que se rompe una válvula, esto solo parecía un inconveniente. Estábamos en un sitio civilizado, la gente nos entendía cuando hablábamos, teníamos internet.
Tarde o temprano, siete o veinte días, si no se rompía nada nuevo, saldríamos de allí y seguiríamos adelante. Y si no, bueno, si no salíamos antes de que comenzara el invierno, pediríamos la residencia en Canadá.
Sabíamos también que la mala suerte se ceba con aquellos que se quejan demasiado. Lo habíamos sufrido personalmente en el desierto de Atacama, donde conocimos al Peor Mecánico del Mundo, título oficial. Era un hombre grande y bruto, de esos que saben desarmar motores pero no saben volverlos a armar. Puteamos tanto por nuestra mala suerte, que terminamos pasando 70 días de taller en taller.
Por eso debíamos aceptar lo que el destino nos había traído y limitarnos a buscar soluciones. Quizás debíamos rompernos para cruzarnos con alguien que nos enseñaría algo nuevo, alguien que cambiaría algo esencial en nuestro futuro, algún gesto contaminado, algún tic viejo. Todavía no lo sabíamos. Y comenzamos a buscar una solución.
Poco a poco fuimos asumiendo que no podíamos pedir una barra de torsión a Mitsubishi porque nunca habían importado nuestro modelo a Canadá. Además, no había concesionaria Mitsubishi en Saint Anthony. No podíamos conseguir el repuesto de Hyundai o Kia porque tampoco habían importado el Porter o el H100, que usan exactamente la misma barra pero en el lado derecho. Tendríamos que pedir la pieza a Vancouver, a seis mil kilómetros de distancia, o en Estados Unidos, con una aduana de por medio.
Fuera cual fuese la decisión que tomásemos, la barra de torsión tardaría en llegar por lo menos una semana. Había que tener paciencia porque, pensándolo bien, habíamos tenido buena suerte.
La barra podría haberse roto cinco días atrás en medio de la ruta Trans Labrador, lejos, donde encuentras un pueblo cada trescientos o cuatrocientos kilómetros. Eso hubiera sido feo. No solo por las distancias y el aislamiento sino por que por allí, en lugar de estar en un pueblo rodeados de personas, hubiéramos estado en la taiga rodeados de mosquitos y moscas negras. Y eso hubiera sido desesperante.
En cambio, la barra de torsión se había roto a solo dos kilómetros del pueblo más grande de la región. Si habíamos tenido suerte, esta vez había sido de la buena.
Y para conservar esa buena suerte, debíamos pedir la barra de torsión a Vancouver para evitar la posibilidad, remota, de que pudiera ser retenida por la aduana de Canadá. Era más cara, y era de segunda mano, pero también era lo que teníamos que hacer.
La barra llegó más rápido de lo que esperábamos. Estuvimos un día y medio tomando decisiones y cinco días esperando el correo. Y después de hacerme un tajo profundo en un dedo mientras instalaba la barra de torsión, y de que nuestro amigo Alexis me cosiera, pudimos volver a la ruta.
Conclusión: que la próxima avería, seguro que habrá más, sea como esta.
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El Libro de la Independencia. ISBN 978-84-616-9037-4
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Pablo Rey (Buenos Aires) y Anna Callau (Barcelona) viajan por el mundo desde el año 2000 en una furgoneta Mitsubishi Delica L300 4×4 llamada La Cucaracha. En estos años veinte años de movimiento constante consiguieron un máster en el arte de sobrevivir y resolver problemas (policías corruptos y roturas de motor en el Sáhara, por ejemplo) en lugares lejanos.
Durante tres años recorrieron Oriente Próximo y África, de El Cairo a Ciudad del Cabo; estuvieron 7 años por toda Sudamérica y otros 7 años explorando casi cada rincón de América Central y Norteamérica. En el camino cruzaron el Océano Atlántico Sur en un barco de pesca, descendieron un río del Amazonas en una balsa de troncos y caminaron entre leones y elefantes armados con un cuchillo suizo.
En los últimos años comenzaron a viajar a pie (Pirineos entre el Mediterráneo y el Océano Atlántico, 2 meses) y en motocicleta (Asia) con el menor equipaje posible. Participan en ferias del libro y de viaje de todo el mundo, y dan charlas y conferencias en escuelas, universidades, museos y centros culturales. Pablo ha escrito tres libros en castellano (uno ya se consigue en inglés) y muchas historias para revistas de viaje y todo terreno como Overland Journal (Estados Unidos) y Lonely Planet (España).
¿Cuándo terminará el viaje? El viaje no termina, el viaje es la vida.