152- El fuego y la palabra: Encuentros cercanos con militares, 1ª parte | MÉXICO
No me gustan las armas. Es peor, las detesto. Ni me gustan los militares. Eso de vestir de verde camuflado en medio de una ruta gris, vamos, no engañan a nadie.
Nunca se van a parecer a un arbusto.
No sólo se les ve, sino que también se les ve llegar de malos modos cuando están aburridos. Y esos, los que se dedican a patear piedritas en la ruta porque justo por allí no pasa nadie, son los peores. Los que te toman de punto para pasar el rato con la excusa de que el gobierno y la constitución les dieron derecho a poner tu vehículo, tu casa, patas arriba.
No era la primera vez que los militares mexicanos nos detenían en un control de ruta. Por lo general son correctos, una molestia provocada por el mal hacer de sucesivos gobiernos y policías que dejaron que los narcos y los traficantes de personas se apropiaran de buena parte de la vida cotidiana del país. En el mejor de los casos hacen pasar tu vehículo lentamente bajo un arco metálico que discrimina drogas, armas y migrantes inocentes en camino hacia Estados Unidos. En el peor de los casos habían sido cinco minutos abriendo algunas puertas y enseñando nuestra casa a unos intrusos. Nada demasiado grave.
La diferencia, lo que ellos nunca entenderán, es que nosotros no tenemos un vehículo, tenemos una casa con ruedas. Por eso el encuentro con ese maldito grupo de militares aburridos en la ruta nacional 186, apenas cruzada la frontera dentro del estado de Campeche desde Quintana Roo, se convirtió en un abuso, un combate de boxeo.
Ellos tenían las armas. Yo tenía las palabras.
Y con ellas no sólo puedo entretener y contar historias. A veces también puedo lanzar toda la caballería de Atila a galope tendido para responder a un maldito policía que intenta sacarme una coima porque sí, o preguntar a un militar armado con pólvora si cree que lo que está haciendo es correcto. La atmósfera se densa, se convierte en algo espeso y desagradable. Se siente. Es el fuego y la palabra.
Lo sé, un día iré preso, un día me romperán todos los dientes.
– Póngase a un costado y descienda, vamos a revisar su vehículo –dice uno de gafas grandes y espejadas (¿por qué será que los policías y militares malos y estúpidos usan siempre las mismas gafas?)
Obdezco. Me retiro a un lateral de la ruta, pero siempre dejando que la persona que está fuera de la furgo quede en medio de la ruta. Así también tendrá que preocuparse de los vehículos que continúan circulando. Con los policías funciona, pero con los militares no.
Desciendo e inmediatamente comienza a revisar el interior. Busca al detalle en los sitios obvios, el cenicero, la caja que instalamos junto a la palanca de cambios, la guantera.
– ¿Qué es esto? –pregunta levantando un paquetito que podría contener un gramo de cocaína pero por fuera dice ‘pilas’
– Abralo, son pilas usadas.
– ¿Adónde se dirigen?
– A Chiapas.
– ¿De dónde vienen?
– De Cancún.
En el bolsillo de la puerta encuentra una bengala de luces que llevamos desde el inicio del viaje.
– ¿Y esto que es?
– Una bengala de luces.
La mira con detalle. Y se va caminando hacia una mesa que hay a un lado de la ruta, donde un militar joven, moreno, sin gafas pero de rasgos menos gruesos, más afilados, espera detrás de un escritorio. Allí entrega la bengala y vuelve. Continúa, pero a diferencia de otros encuentros en rutas mexicanas, este busca con curiosidad y persistencia. Abre todo. Mueve todo. Fisgonea todo.
– ¿Qué llevan aquí dentro?
– Una cacerola, una sartén, vasos y platos. Esto no es un coche, es una casa. Nuestra casa. Todo lo que llevamos son cosas que usamos, no hay nada que sea ilegal. No me gusta meterme en problemas innecesarios en países que no sean los míos.
Y continúa, abre la caja del café y las especias, vacía la cesta de los libros. Revisa debajo de los asientos y levanta la alfombra. Saca la bolsa con nuestros documentos. Abre la cajita metálica de tabaco donde guardo monedas raras y comienza a mirarlas. Este tipo dejó de inspeccionar. Este tipo comenzó a curiosear en nuestra vida.
– ¿Qué hacen en México?
– Viajamos, escribimos sobre la realidad del país. Soy escritor y cada tanto escribo artículos para revistas.
En la cesta encuentran la otra bengala de luces y se la lleva al militar que sigue sentado detrás de un escritorio. Le pregunto al militar de gafas sobre las bengalas. Dice que no podemos llevar eso, que nos las van a requisar y que cualquier duda que hable con el comandante, el tipo joven vestido de arbusto detrás de un escritorio. Allí voy.
– ¿Algún problema?
– Esto tiene pólvora y todo lo que lleve pólvora está prohibido. Tenemos órdenes de quedarnos con todo lo que lleve pólvora. Esto nos lo quedamos.
– Bueno, pero supongo que si se lo queda me dará un recibo.
El militar me mira extrañado.
– Por supuesto, si me lo decomisa me tiene que dar un recibo, sino sería una apropiación indebida.
– No, no le voy a dar ningún recibo. No puede andar por ahí con algo que tenga pólvora. Son las órdenes.
– Pues eso es una bengala de luces que tenemos para emergencias. Para pedir ayuda en caso de necesidad. ¿Y usted se lo va a quedar porque dice que es ilegal? ¿Y los barcos entonces? ¿No pueden llevar luces de emergencias? ¿No pueden llevar bengalas? ¿Y en México no tiran petardos para fin de año? ¿O sólo pegan tiros?
El militar devenido en milico cambia su mirada, ahora me mira mal. Entonces percibo un movimiento raro, vibraciones negativas que llegan desde atrás mío, desde el asfalto. Anna se revuelve. Me acerco mientras el militar estúpido, el de gafas espejadas, el que no es capaz de enseñar los ojos, mete los pies dentro de la furgo para seguir revisando nuestra casa. Anna refunfuña.
– ¿Sucede algo? –le pregunto a Anna cuando me acerco.
– Este tipo dice que si me molesta la revisión, que viaje en avión.
– A ver usted –le digo agarrándole un brazo. –Quiero creer que usted tiene que hacer su trabajo, pero no tiene por qué ser maleducado. Yo no le falto el respeto y ella tampoco, así que usted lo primero que tiene que hacer, es respetarnos a nosotros. En lugar de decir esas cosas debería estar ayudando a los inundados en Tabasco, o en misiones de paz. Y no estar aquí, en la ruta.
Entonces se acerca el comandante. Demasiado joven.
– Tranquilícese. Las inspecciones en la ruta son al azar.
– ¿Y cómo es eso? –le pregunto. No es la primera vez que un militar me lo dice. Debe estar en un manual de respuestas absurdas. –No tienen un botón que apretar para que una máquina decida. Si ustedes toman la decisión de a quién revisan, eso no es al azar. Eso es capricho.
El tipo me mira, pero cada vez me mira peor. A los comandantes del ejército no les gustan los civiles respondones. Están acostumbrados a ser obedecidos, no cuestionados.
– Esas bengalas son mías y usted no tiene ningún derecho a quedárselas –repito.
Y yo, yo no tengo la costumbre de callar y agachar la cabeza. Ya lo dije, un día me bajarán todos los dientes.
(Continúa en El fuego y la palabra: Encuentros cercanos con militares mexicanos 2)
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Pablo Rey (Buenos Aires) y Anna Callau (Barcelona) viajan por el mundo desde el año 2000 en una furgoneta Mitsubishi Delica L300 4×4 llamada La Cucaracha. En estos años veinte años de movimiento constante consiguieron un máster en el arte de sobrevivir y resolver problemas (policías corruptos y roturas de motor en el Sáhara, por ejemplo) en lugares lejanos.
Durante tres años recorrieron Oriente Próximo y África, de El Cairo a Ciudad del Cabo; estuvieron 7 años por toda Sudamérica y otros 7 años explorando casi cada rincón de América Central y Norteamérica. En el camino cruzaron el Océano Atlántico Sur en un barco de pesca, descendieron un río del Amazonas en una balsa de troncos y caminaron entre leones y elefantes armados con un cuchillo suizo.
En los últimos años comenzaron a viajar a pie (Pirineos entre el Mediterráneo y el Océano Atlántico, 2 meses) y en motocicleta (Asia) con el menor equipaje posible. Participan en ferias del libro y de viaje de todo el mundo, y dan charlas y conferencias en escuelas, universidades, museos y centros culturales. Pablo ha escrito tres libros en castellano (uno ya se consigue en inglés) y muchas historias para revistas de viaje y todo terreno como Overland Journal (Estados Unidos) y Lonely Planet (España).
¿Cuándo terminará el viaje? El viaje no termina, el viaje es la vida.
Si eres militar, policia, gendarme o de cualquier fuerza armada, es claro ejemplo de que la civilizacion aun no esta civilizada.
Si eres militar, policia, gendarme o de cualquier fuerza armada, es porque no sabes nada de la vida. Eres el peor titere del circo de los gobernantes.
Un abrazo chicos!
Mauricio
si quieren volver a México , tienen que atenerse a las reglas esas eran las reglas de aquí y por tal había que respetarlas , si no les gusta seguir las reglas de México pues sigan al norte o al sur.
Todos son bienvenidos y obviamente siempre hay cosas que no nos agradan pero en este caso es cooperación si les pidieron dejaran revizar había que cooperar con la revicion
Pinocho, no puedes negarte a que los militares te revisen (con ese, no con zeta) el vehículo. Aquí nadie se negó. Mi queja consiste en que si quieren requisar algo tienen que dar un recibo, un comprobante. Sino uno termina sospechando que lo que hacen es apropiación indebida. Y eso no está bien.
Hola, Pinocho, una cosa es revisar o preguntar educadamente y otra tener que ser objeto de impertinencias o malos modos, cuando no simplemente abusos caprichosos. Si “esas” son las reglas (estarás de acuerdo en que no lo son, ni en México ni en España…), es nuestro deber quejarnos para intentar que le vaya mejor al siguiente que paren cuando están aburridos. La “bienvenida” que a veces te reservan algunas “autoridades” créeme amigo que no siempre es la correcta.
Un saludo.