176- A un millón de años luz de casa, CANADÁ | RUTA HACIA EL ÁRTICO 1

En el norte del norte de América, los mosquitos tamaño buitre pueden volverte loco.

Zumban a tu alrededor como una jauría descontrolada, aturdiendo tus sentidos con susurros agudos, hambrientos y desesperados. El llamado es constante, el único refugio posible es sellar tus oídos con tapones de cera o poniendo la música a todo volumen.

La otra opción es acostumbrarte al sonido, como te acostumbras al ruido de los neumáticos en el asfalto o a la vibración de los cables eléctricos.

La salvación de tu cuerpo depende de las mangas largas y los litros de insecticida que dejan en los labios un sabor ácido y contaminante. Es el final triste de los besos perdidos en la mejilla, de los besos caóticos que suben por los brazos. Besos asesinados por culpa del repelente de insectos.

Ahora mismo, 9 de julio, en un pequeño pueblo del norte de Canadá llamado Dease Lake, somos una carreta rodeada por una turba salvaje que solo busca sangre. La nuestra, la más rica, la más exótica sangre posible en tierras lejanas y despobladas. En tierras de osos, montañas, tótems y glaciares.

En tierras de mosquitos.

Todavía faltan unos tres mil kilómetros para llegar a Prudhoe Bay, el extremo septentrional de la ruta que cruza el continente americano. Alaska. El nombre, solo el nombre, Alaska, crea torbellinos en el estómago que se disputan mi estabilidad emocional.

Porque estos días están ocurriendo muchas cosas. Una es: por fin estamos aquí, después de cuatro años y medio avanzando en círculos desde la partida de Buenos Aires, enero de 2007. Ya era hora de llegar.

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Pasaron cinco días casi sin noches desde que salimos de Vancouver. Mil kilómetros de llanura boscosa teñida con todos los tonos de verde y quinientos kilómetros de montañas coronadas por una capucha blanca. Cada día que avanzamos hay menos opciones, menos caminos laterales, menos casas, menos puestos de auxilio, menos gasolineras, más osos negros comiendo a los lados de la ruta. Cada día estamos más lejos.

Es verano, pero la temperatura duda entre los quince y veinte grados centigrados y el cielo permanece casi constantemente nublado. De a ratos, todos los días, cae sobre la tierra una lluvia que siembra charcos proclives a convertirse en una guardería transitoria de mosquitos bebé sanguinarios. Los lagos son tantos que los mapas deberían estar cubiertos de círculos azules irregulares.

En el norte de Canadá solo hay dos caminos para llegar por tierra hasta Alaska: la autopista Stewart-Cassiar y la autopista de Alaska, construida a través de Canadá por el ejército estadounidense en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial. Sin duda es una historia que merece formar parte de la determinación humana: los militares solo tardaron ocho meses y medio en abrir un camino de casi 2.500 kilómetros que uniera Alaska con Estados Unidos.

¿Por qué? Porque los japoneses, además de Pearl Harbor en Hawaii, también habían atacado y en este caso ocupado las islas Aleutianas, justo delante de la Norteamérica continental. Y eso era demasiado cerca. Demasiado.

En nuestro camino, la autopista de Alaska y la Stewart-Cassiar se juntan en Watson, nuestro próximo destino. La ruta vuelve a separarse cuatrocientos kilómetros después en Whitehorse, en un juego de encuentros y desencuentros que termina inevitablemente camino al océano Ártico. Y eso es lejos.

Hacía tiempo que no nos enfrentábamos a una ruta sin fin. Desde la Patagonia, desde la ruta Transamazónica, desde el mismísimo Sahara de la desolación, cuando seguimos el curso del Nilo en Sudán y rompimos el motor de la furgoneta en medio de la nada. Algo parecido a lo que ocurrió cerca del final de la ruta 3 en Tierra del Fuego, donde nos quedamos clavados sin embrague, o en medio de la Transamazónica brasileña, donde comenzó a fallar la bomba hidráulica, la que te ayuda a girar el volante.

Cruzo los dedos. Todos. Los dedos de las manos y los dedos de los pies.

Esto vuelve a ser lejos. Más o menos, a un millón de años luz de casa.

Termina el turismo, comienza la aventura.

Esto vuelve a ser días eternos de ruta sin fin, una peregrinación al sagrado norte de los extremos.

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Pablo Rey (Buenos Aires) y Anna Callau (Barcelona) viajan por el mundo desde el año 2000 en una furgoneta Mitsubishi Delica L300 4×4 llamada La Cucaracha. En estos años veinte años de movimiento constante consiguieron un máster en el arte de sobrevivir y resolver problemas (policías corruptos y roturas de motor en el Sáhara, por ejemplo) en lugares lejanos.

Durante tres años recorrieron Oriente Próximo y África, de El Cairo a Ciudad del Cabo; estuvieron 7 años por toda Sudamérica y otros 7 años explorando casi cada rincón de América Central y Norteamérica. En el camino cruzaron el Océano Atlántico Sur en un barco de pesca, descendieron un río del Amazonas en una balsa de troncos y caminaron entre leones y elefantes armados con un cuchillo suizo.

En los últimos años comenzaron a viajar a pie (Pirineos entre el Mediterráneo y el Océano Atlántico, 2 meses) y en motocicleta (Asia) con el menor equipaje posible. Participan en ferias del libro y de viaje de todo el mundo, y dan charlas y conferencias en escuelas, universidades, museos y centros culturales. Pablo ha escrito tres libros en castellano (uno ya se consigue en inglés) y muchas historias para revistas de viaje y todo terreno como Overland Journal (Estados Unidos) y Lonely Planet (España).

¿Cuándo terminará el viaje? El viaje no termina, el viaje es la vida.

6 thoughts on “176- A un millón de años luz de casa, CANADÁ | RUTA HACIA EL ÁRTICO 1

  1. Vamos muchachos que acà los empujamos, cuenta bien los detalles ya que yo estoy luchando dia a dia contra todos los fantasmas y palos que aparecen en el camino para salir a seguir sus huellas a fin de años y claro que queremos legar a Alaska. EXITOS; que nada se rompa y suerte contra los mosquitos, prueben de poner un kilo de asado en el techo de la furgo ja ja ja

  2. Soys los putos amos!!
    Envidia sana y admiracion incondicional….
    Recordad companys : Donde hay un Deseo hay un Camino….

    Salut !!!

    Nava

  3. Que bueno!!! Me encantan tus relatos!!! Yo contra los mosquitos sólo me funciona encerrarme en la furgo! Ni antimosquitos, ni manga larga, ni nada! me pican igual!!! jaajajaj un abrazo enorme!!

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