11- El asalto y el cuchillo en el cuello | BRASIL

El asalto. Cerca de Recife, Brasil, 28 de abril de 2004.

– ¿Qué estás escribiendo? –pregunto a Anna, que dibuja garabatos sobre la arena.

– ‘Spray de pimienta’. Antes escribí ‘policía caca’ y ‘conchasumadre’. Y dibujé la faca.

Hay días en que todo comienza mal, sigue mal y termina mal. Es una condena que se yergue sobre cualquiera, y no es necesario que caiga en 13, ni martes ni viernes. Puede ser un día cualquiera, normalmente es cuando menos te lo esperas. Pongamos, un diecisiete de abril, sábado.

Ese día decidimos abandonar Recife después de una semana holgazaneando entre cines, librerías y bares populares de jugos naturales y cervezas. Llueve tanto como los amaneceres anteriores y la humedad y el calor hacen que la ropa se pegue a la piel y nunca, nunca es agradable.

Cuando arrancamos el motor, en el estacionamiento de la Pousada París, el acelerador se queda pegado en las 3.000 revoluciones. La única manera de hacerlas descender es sacando la llave. Levanto el asiento y busco el cable del acelerador, está atascado. Comienzo a masturbarlo, tiro de él hacia delante y hacia atrás para desatascarlo de su funda de plástico. La furgoneta tiene el mismo motor que el Mitsubishi Montero, un modelo llamado Pajero en los países no hispanos.

Quince minutos más tarde partimos hacia Olinda. En los últimos días nuestro humor empeoró. Si bien no habíamos llegado a la confrontación abierta, cada respuesta que nos damos expresa una cierta mala leche. Y la persecución bajo la lluvia de los buscadores de turistas no nos ayuda.

– ¡No! ¡No queremos guía!

Pero el chico continúa corriendo junto a la puerta de la furgoneta por el medio de la calle. Y cuando se cansa aparece uno nuevo que lo releva. Ayer salió en el periódico que el 53% de los habitantes del estado de Pernambuco vive bajo la línea de pobreza. Lo peor que puede pasar aquí es estar de mal humor y responder peor a la persona equivocada.

Buscamos el Forte Orange, un fuerte holandés de paredes negras y cinco torres en la isla de Itamaracá. Es el paraíso del turista, siempre hay alguien dispuesto a convertirse en tu esclavo y cumplir tus caprichos por algo de dinero. No mucho. Antes del anochecer nos instalamos frente a la playa, junto al fuerte que nos parapeta del viento y de los amaneceres que comienzan a calentar la furgoneta a las cinco y media de la mañana. No hay un sitio más hermoso a la vista.

– ¿Hay algún problema en dormir aquí? –pregunto al guardián del fuerte.

– No, aquí ninguem meshe… nunca pasó nada

El lugar del asalto, exactamente en esa esquina.

Poco a poco las sombras se adueñan del paraíso y las pocas personas que quedan terminan por esfumarse. A veinte metros se distingue la figura de un vigilante y sombras, fantasmas furtivos que se dirigen hacia algún lugar. Todo tranquilo.

Hago café. De pie, junto a la puerta abierta del copiloto, comienzo a apuntar los datos del día sobre el asiento: lugar, punto GPS, kilómetros recorridos, cuánto dinero gastamos. Cuando estoy acabando un destello plateado se desliza bajo mi garganta.

Instintivamente levanto la mano para apartar con suavidad la faca, el machete, la panga de treinta y cinco centímetros de hoja que aún no he visto mientras pienso en Anna, que me gasta una broma de mal gusto para que solucionemos nuestros problemas.

– ¿Qué hacés?

Vuelvo de tomar una ducha en la playa. Pablo está inclinado sobre el asiento anotando datos en la libreta. Hay un poco de viento y aún estoy mojada, entonces entro en la parte de atrás de la camioneta para secarme y refugiarme del frío. Me siento y tomo el primer sorbo de café. De repente oigo a Pablo que dice ‘¿qué hacés?’ y cuando levanto la vista sólo puedo distinguir su cabeza y otra más pegada a la suya. Hay algo anormal en la situación. No conocemos a nadie en el lugar, nadie con la suficiente confianza para tenerlo tan cerca. Algo va mal, muy mal.

Entonces siento que la mano que quiero apartar no se aparta y que otra mano me sujeta el cuello con fuerza. Por el rabillo del ojo detecto otra figura que no es Anna junto a la puerta de la furgoneta. A partir de ese momento el tiempo comienza a transcurrir en otra medida.

– Tranquilo, tranquilo –creo que dice alguien.

Pero aún no sé lo que pasa. No soy consciente que tengo esa hoja en el cuello. Sólo siento la oscuridad, algo anormal está sucediendo. Siempre había dicho a mi madre que en caso de ser asaltado entregaría lo que me pidieran. Pero eso no está ocurriendo. Quizás porque yo aún no sé que soy víctima de un asalto, nadie me ha mostrado el arma, el cuchillo, la faca, el machete y ha amenazado con pincharme. Nadie dijo ‘arriba las manos’, ‘esto es un asalto’ o ‘soltá la pasta gringo’. Simplemente me pusieron un destello plateado en el cuello y mi cuerpo, mi instinto, actúa como si fueran a degollarme.

Me tiro de espalda, hacia atrás, y mientras sostengo la mano que intenta apoyar el filo en mi cuello, golpeamos contra el muro del fuerte que nos protege del viento.

Suelto el vaso de café y agarro el spray de pimienta, que habíamos dejado a mano unos minutos antes. Abro la puerta y alargando el brazo hacia delante, empiezo a rociar al hombre que está de pie, casi tan sorprendido de verme como yo de verlo a él, pues yo no sabía que había alguien más aparte del que estaba sobre Pablo. Le rocío la cara con spray y seguidamente rocío al otro y a Pablo también, pues están los dos muy pegados el uno al otro. Ahí me doy cuenta de que tiene un cuchillo, y que el cuchillo está en el cuello de Pablo.

Tengo miedo. Por un momento pasa por mi cabeza la imagen de los asaltantes desvalijando la camioneta, de Pablo y yo muertos, tras un asalto violento. Entonces, el hombre que está de pie, el que no lleva machete, me agarra del pelo y me arrastra hacia la parte trasera de la camioneta.

De repente, ya no veo a Pablo ni al tipo del cuchillo. Me resisto a dejarme llevar, pero tal como me tiene pillada del pelo no puedo hacer otra cosa que retorcerme y gritar. El guarda de los botes no está lejos y quizás me oiga. SOCORRRRROOO! SOCOOORRROOO!!!! AYUUDAAA!!!

Caemos contra la pared, que no se mueve, consigo sacar la faca de mi cuello y comenzamos a forcejear en la línea de luz y sombras que corta la playa. Escucho que Anna grita pidiendo socorro y entonces yo también grito. Ni ‘socorro’ ni nada, es un ‘¡AAAAAHHH!’ prolongado y neanderthal que repito dos y tres veces forzando las cuerdas vocales. Pero eso no hace que el hombre suelte el machete, que se estira hacia mí. Hay una mano en mi cuello. Con una mano sostengo su brazo, con la otra intento arrebatarle el machete y con la boca grito. Todo ocurre en una medida de tiempo distinta, es la rapidez de la desesperación, también es la eternidad. Entonces me doy cuenta que todo forcejeo es inútil, que Anna ha dejado de gritar y que el empate es imposible. A esa altura, si ellos ganan, yo pierdo y guardo el destello plateado en una funda hecha con mi piel. Entonces dejo de gritar, acerco su antebrazo a mi boca y muerdo hasta sacarle sangre y el machete.

Apenas suelta el machete, sale corriendo hacia la oscuridad. Yo me agacho, lo levanto y corro hacia la furgoneta a buscar a Anna.

Grito tan fuerte que no oigo los gritos de Pablo. No sé si asustado por los gritos, por el picor del spray, mi resistencia o qué, el asaltante me suelta y sale corriendo en dirección hacia el mar.

¿Estás bien? Saltamos a los asientos, enciendo el motor y arrancamos hasta un puesto policial que habíamos visto a doscientos metros. Está vacío y cerrado. Allí no trabajan los sábados por la noche. Entonces me doy cuenta que me pican los ojos, que me pica toda la cara.

El guardia de un predio cercano llama a la policía, que llega treinta minutos más tarde. Cuando llegamos a la comisaría están viendo el culebrón de las siete y media a todo volumen. A nadie le importa lo que nos ocurre, sólo importa lo que pasa en la pantalla. Toman algunos apuntes imprecisos y se quedan con la faca que ahora nos pertenecía, la que me habían puesto en el cuello.

– ¡Ahora es nuestra! –insisto a los policías que me miran incrédulos y molestos. –¡Intentaron robarnos, yo se la quité, ahora es nuestra!

Pero nada, ahora es de ellos.

BALANCE

Los asaltantes:

  • – 1 machete
  • + 1 mordisco
  • + pimienta pa’la cena

Nosotros:

  • + 1 susto que te cagas
  • + dos cortes superficiales
  • + pimienta pa’la cena de Pablo

La Policía:

  • + 1 machete

Ahora ya estamos bien. Yo sigo viendo sombras que se mueven y hasta me sobresalto con las hojas mecidas por el viento, aunque menos que las primeras noches. Fue un maldito asalto. Lo que más me asusta es nuestra reacción. Antes del asalto hubiera jurado que entregaba el dinero, las llaves de la furgoneta y que ellos se encargaran de las reparaciones de ahí en adelante. Pero no ocurrió así.

También es cierto que los asaltantes nunca dejaron sus intenciones claras. Malditos amateurs. Yo, si me encuentro con un cuchillo mudo en el cuello, voy a pelear por mi vida. Y les aseguro que la fuerza de la desesperación es más fuerte que un negro de metro ochenta con una hoja para pelar tiburones.

Lo bueno de estar en el filo es volver a palpar ese hecho tan extraño de estar vivos, sentir las cosas que tenemos y las cosas que nos faltan. De momento, todo es muy frágil y dejamos de discutir por tonterías.

El Libro de la Independencia con franja verde

El Libro de la Independencia. ISBN 978-84-616-9037-4

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Pablo Rey (Buenos Aires) y Anna Callau (Barcelona) viajan por el mundo desde el año 2000 en una furgoneta Mitsubishi Delica L300 4×4 llamada La Cucaracha. En estos años veinte años de movimiento constante consiguieron un máster en el arte de sobrevivir y resolver problemas (policías corruptos y roturas de motor en el Sáhara, por ejemplo) en lugares lejanos.

Durante tres años recorrieron Oriente Próximo y África, de El Cairo a Ciudad del Cabo; estuvieron 7 años por toda Sudamérica y otros 7 años explorando casi cada rincón de América Central y Norteamérica. En el camino cruzaron el Océano Atlántico Sur en un barco de pesca, descendieron un río del Amazonas en una balsa de troncos y caminaron entre leones y elefantes armados con un cuchillo suizo.

En los últimos años comenzaron a viajar a pie (Pirineos entre el Mediterráneo y el Océano Atlántico, 2 meses) y en motocicleta (Asia) con el menor equipaje posible. Participan en ferias del libro y de viaje de todo el mundo, y dan charlas y conferencias en escuelas, universidades, museos y centros culturales. Pablo ha escrito tres libros en castellano (uno ya se consigue en inglés) y muchas historias para revistas de viaje y todo terreno como Overland Journal (Estados Unidos) y Lonely Planet (España).

¿Cuándo terminará el viaje? El viaje no termina, el viaje es la vida.

5 thoughts on “11- El asalto y el cuchillo en el cuello | BRASIL

  1. ¡Que julepe Pablo!
    Menos mal que salieron bien librados….
    Espero que no encuentren más de éstos personajes en su camino….
    Saludos desde la lluviosa Buenos Aires…

  2. Así me gusta, Los Increíbles venciendo “al mal”.
    Ojalá que a lo largo del viaje no nos tengan que contar más anécdotas de este tipo.
    Besos y suerte

    La pimienta no sirvió de mucho, ¿no?

  3. Que buenas experiencias las que estas viviendo!!! chevere y aun mejor que nos tengan al tanto de sus aventuras a través de esta pagina web….
    Saludos,

  4. Hola Chicos..
    Hace muchos días que no tenemos noticias de uds.¿cómo están?¿por donde andan?
    Den alguna señal de vida….

  5. Apenas peço desculpas. Gostaria que retornasem ao Brasil para conhecer lugares mais tranguilos, pois o nordeste é realmente lindo, mas tem seus problemmas. Não deixe que isso atrapalhe seus planos de retornar ao Brail, e quando vierem, por favor, me procurem, mi casa es su casa! Saludos amigos viajeros!

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