321- Viajar al pasado en Kengtung | MYANMAR

(viene de EL MYANMAR QUE NADIE VISITA: LA FRONTERA DE TACHILEIK)

Si en Bangkok me sentí parte de un futuro de plástico y oriental, apenas cruzamos la frontera de Tailandia hacia Myanmar por el paso Mae Sai-Tachileik, sentí que estaba haciendo un viaje al pasado.

Habíamos decidido intentar unir el este y el oeste de Myanmar por las rutas del opio entre Kengtung (o Chengtung, depende dónde lo veas y quién lo diga) y Taungyii, con la confianza de que el país se estaba abriendo y la confirmación de la embajada en Bangkok y Chiang Mai de que los extranjeros ya no necesitábamos permisos especiales para circular por la región. Era sospechoso no haber encontrado en Internet ninguna historia sobre las rutas del opio en esta parte de Myanmar, más allá de los tours organizados para ver las tribus de las colinas con alguna agencia de viajes local que ponía los precios en dólares. Era un objetivo arriesgado pero tentador. Podíamos ser de los primeros extranjeros en muchas décadas en tomar esa ruta, pero también existía el riesgo de quedar atrapados allí: no siempre lo que te dicen se corresponde con la realidad. ¿Cuán rápido estaría avanzando Myanmar después de tantos años de opresión y gobiernos militares?

Solo tuvimos que cruzar el arroyo contaminado y nauseabundo que hace de frontera entre Tailandia y Myanmar para llegar a otra época, a un momento más gris, analógico y de paredes viejas. Antes de continuar debo decir que me gusta encontrarme con lugares detenidos en el tiempo, donde la comodidad sea un lujo y la comunicación un desafío constante. El este de Myanmar era eso y mucho más.

Hacía mucho que no me sentía tan observado, aunque aquello era más que el hecho circunstancial de darte cuenta que había alguien distinto, o de otro lugar, caminando a tu lado. La gente, hombres, mujeres y niños, nos escaneaban de arriba a abajo, curiosos, tratando de absorber nuestros detalles. Salvo algunos abuelos, como el relojero que cambiaba pilas y correas en el bar, casi nadie hablaba un inglés decente. La única forma de comunicación era la sonrisa, los gestos y alguna que otra palabra entrecortada. Aquello no iba a ser fácil pero me emocionaba estar allí. Todos los sentidos adormecidos por años de viaje por regiones que ya conocía volvían a despertarse. Lo sentía en las tripas.

Cada mañana encontrábamos al fumador en el mismo lugar, en la puerta del hostal de Kentung.

UN VIAJE EN EL TIEMPO

En el este de Myanmar volví a sentirme en la Unión Sovíética, meses antes de la inesperada Perestroika. Los días grises y las paredes manchadas con las pecas de la vejez y de una economía que no había funcionado, provocaron el primer viaje en el tiempo. Kengtung 2016 era como Moscú 1992. En Rusia todo era oscuro porque era invierno y porque había que hacer colas de varias horas para conseguir una barra de pan con la cartilla de racionamiento. Aquí los días son grises porque hace tiempo que nadie pinta una pared, arregla el asfalto o se preocupa por la calidad del aire. La quema de los campos durante los primeros meses de cada año para preparar la tierra para la próxima cosecha, cambia el color del cielo de todo el sudeste asiático a una especie de gris desvaído, tan tóxico como la ideología que Myanmar intenta dejar atrás. La única luz llega de la sonrisa espontánea de la gente cuando te escucha hablar mal en su idioma. Su rostro se transforma, los ojos se iluminan y la boca abierta deja ver sus dientes rojos y carcomidos de mascar betel.

Por las noches me sentí en Sudán, más precisamente en Omdurman, la ciudad separada de Jartum por el río Nilo. No, aquí no hay oraciones en árabe ni mezquitas, pero cuando cae el sol la oscuridad en las calles de asfalto y tierra es absoluta. De noche, en Kengtung, no hay electricidad. La única luz llega de los pequeños comercios y de los carros que tientan al estómago con los olores que la brasa arranca a la comida. Todos tienen un pequeño generador que trabaja sin descanso hasta que se van a dormir. O hasta que la señora de la esquina se queda sin pinchos de salchichas o de platos de Shan noodles servidos en pedazos de hojas de palmera.

Por momentos Kengtung también era Golmud, la última estación de tren en el oeste de China, donde había llegado en 1998 buscando un camino alternativo para acercarme al Tibet. Las calles polvorientas eran las mismas, la sorpresa honesta de los locales al ver mi rostro extranjero era la misma, las barberías de cuchillas ásperas y oxidadas eran las mismas y las tapas del alcantarillado flojas, que esperaban como trampas para incautos a que metieras la pata, eran las mismas. Kengtung era tantos lugares del pasado que me daba pena estar en el aeropuerto esperando un avión para irme.

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Primero estaba seria, pero cuando le dije dos palabras incomprensibles empezó a reír.

UNIR POR TIERRA EL ESTE Y EL OESTE DE MYANMAR

Lo habíamos intentado todo. Solo nos faltaba cruzar el río a nado para evitar el control policial sobre el puente de la carretera NH4. Habíamos ido a todas las oficinas preguntando cómo seguir viaje por tierra hacia Taungyii, pero siempre nos habíamos estrellado contra la pared de las autoridades que no querían que dos extranjeros viajasen por una zona inestable. Es febrero, época de la cosecha del opio; es peligroso, tendría que haberme dicho el policía de dientes blancos y negros, podridos, que no hablaba inglés. Eso lo hubiera entendido. Es tierra de los Shan, una tribu inquieta por independizarse de Myanmar, y a veces hay enfrentamientos, tendrían que haber dicho en inmigración, en lugar de enseñarme un librito donde decía que estaba prohibido.

El libro era del año 2001. No pude contenerme, les mostré la fecha y les dije: ‘esto es viejo, Myanmar está cambiando. Myanmar ya no es Birmania’. Creo que no les gustó, porque tampoco nos dieron la autorización que nos habían pedido los vendedores de pasajes en el mercado que funciona como estación de autobuses hacia el oeste, a un kilómetro y medio del mercado principal.

La única salida era el avión, lo que no dejaba de ser una aventura. Habíamos conseguido pasaje en Yangon Airways, una especie de gran tuk tuk con alas donde el último en subir se queda sin asiento. No es broma. Los asientos no están reservados, sino que cada uno se acomoda en los sitios libres que va encontrando. Y mientras caminaba por la pista hacia el avión vi el lema de la compañía pintado en el fuselaje: you are safe with us. CON NOSOTROS ESTÁS SEGURO. Ahora me quedo tranquilo.

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Vendedoras de pescado fresco alrededor del mercado de Kengtung

Iba a extrañar la rutina de los últimos tres días. Nos habíamos alojado en el hostal Winning Crown, frente al mercado principal, por 5 dólares por persona. Curiosamente también sentía que iba a extrañar al dueño, un chino de voz ronca, cortada y marcial, que utilizaba frases que terminaban abruptamente. No había duda, aquello era un punto y aparte. No habíamos entablado una amistad, pero cada vez que me lo cruzaba me arrancaba una sonrisa. Sí, era un hombre tan particular que podría haber inspirado un nuevo personaje entrañable de los Simpson, una especie de Apu oriental. Él quería hacer negocios, trabajar, y había roto la norma que impide a los extranjeros alojarse en los mismos hostales baratos que los locales.

Iba a extrañar cruzar la calle a las ocho de la mañana para desayunar un café con tortas fritas, o café con arroz y multitud de pequeños platos en salsas olorosas en el mercado central de Kengtung. Iba a echar de menos perderme por pasillos atestados de todo, desde gallinas vivas de plumajes que no había visto nunca a sacos enormes con diez tipos de arroz; de cuerdas de esparto, cubos de latón y silbatos de tubo para atraer al macho de una especie de pato que debía ser muy nutritiva. En cualquier rincón podía aparecer algo nuevo, algo viejo, algo distinto.

Las mujeres con cestas que ocupan el centro de los pasajes más anchos habían bajado de la sierra a vender las verduras de su huerta. Son Shan, son Lahu, son de tantas tribus que no conozco… Algunas traen mandarinas, otras ofrecen pescado seco, o peces que no se rinden, que buscan provocar el milagro de respirar fuera del agua. Algunas se protegen del sol con sombreros en forma de cono, otras llevan grandes paños enrollados sobre sus cabezas y guardan una actitud dura e independiente. Muchas tienen las mejillas embadurnadas con tanaka, una pasta tradicional que usan para protegerse del sol.

El mercado de Kengtung fue lo mejor del este de Myanmar

Más allá venden pájaros que alegran tu karma cuando los dejas en libertad. Más acá hay tres mujeres acuclilladas en el suelo en una postura imposible para un occidental. Estaba lejos, en Myanmar, pero ahora también estaba en una aldea del centro de África donde había llegado por equivocación, benditos errores; y también estaba en la cima de los Andes, en Perú o Bolivia. Pero no, estaba en Kentung, el este olvidado de Myanmar, y me estaba yendo.

Y como habíamos hecho alguna vez en el pasado, subimos al avión con varias botellas de un litro de agua, mi navaja estilo Leatherman, cortauñas y unas cuantas bridas. El escáner no funcionaba, no era importante. Los calendarios decían que estábamos en el año 2016, pero yo estaba seguro que eso era una ilusión. Allí, en aquel rincón del mundo, estábamos todavía en 1970.

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Pablo Rey (Buenos Aires) y Anna Callau (Barcelona) viajan por el mundo desde el año 2000 en una furgoneta Mitsubishi Delica L300 4×4 llamada La Cucaracha. En estos años veinte años de movimiento constante consiguieron un máster en el arte de sobrevivir y resolver problemas (policías corruptos y roturas de motor en el Sáhara, por ejemplo) en lugares lejanos.

Durante tres años recorrieron Oriente Próximo y África, de El Cairo a Ciudad del Cabo; estuvieron 7 años por toda Sudamérica y otros 7 años explorando casi cada rincón de América Central y Norteamérica. En el camino cruzaron el Océano Atlántico Sur en un barco de pesca, descendieron un río del Amazonas en una balsa de troncos y caminaron entre leones y elefantes armados con un cuchillo suizo.

En los últimos años comenzaron a viajar a pie (Pirineos entre el Mediterráneo y el Océano Atlántico, 2 meses) y en motocicleta (Asia) con el menor equipaje posible. Participan en ferias del libro y de viaje de todo el mundo, y dan charlas y conferencias en escuelas, universidades, museos y centros culturales. Pablo ha escrito tres libros en castellano (uno ya se consigue en inglés) y muchas historias para revistas de viaje y todo terreno como Overland Journal (Estados Unidos) y Lonely Planet (España).

¿Cuándo terminará el viaje? El viaje no termina, el viaje es la vida.

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