265- El predador más sanguinario de NORTEAMÉRICA

Las imágenes de personas atacadas por leones, aplastadas por hipopótamos o tragadas de un solo bocado por boas gordas y satisfechas (que suelen hacer la siesta bajo una palmera) ocupan un lugar destacado entre las alucinaciones más horribles del ser humano. Yo, cuando tengo pesadillas, sueño con el ataque de los mosquitos gigantes.

No me malinterpretes: no es una fobia irracional como la que provoca el escándalo y los gritos agudos de damas y elefantes que se encuentran con un ratoncito de campo. Tampoco siento la repulsión que causan las cucarachas que se cuelan en tu casa en busca de calor, amor y comprensión, ni la repugnancia instintiva a una araña inofensiva (¡mátala! ¡mátala!), que solo ocupa su rincón como una mascota bien educada. Es cierto, son bichos que provocan asco, tan feos que ni los chinos se los comen.

Pero no necesitas saber karate para matar una araña, y el manual de instrucciones básico solo recomienda estar calzado para aplastar una cucaracha. Al ratón le pones una trampa y te armas de paciencia, o le pides prestado el gato a tu vecina y ya está. En cambio a los mosquitos hay que cazarlos. Hay que perseguirlos en 3D dando manotazos en el aire, las paredes y el techo. Hay que acabar con ellos pasando por encima de la cama, la mesa y el sofá. Hay que exterminarlos sin piedad. No solo te zumbarán en los oídos para que no puedas dormir, sino que pueden matarte. Y esto sí que no es una exageración.

El mosquito del norte de Norteamérica no es un insecto, es un ave.

En la búsqueda de las carreteras más remotas decidimos tomar la James Bay Road, una ruta larga, solitaria y sin salida que desemboca en la Bahía de Hudson, al norte de Quebec, Canadá. Lejos, muy lejos. Es un sitio extraño: en invierno la noche parece eterna y la tierra aguanta cubierta por una espesa capa de nieve. En verano el sol se resiste a ocultarse, los lagos salpican el paisaje y el suelo, mullido, permanece constantemente húmedo. También es uno de los sitios preferidos por los mosquitos para irse de vacaciones. Hay millones.

Soñábamos con avistar grandes animales en libertad, osos, caribúes y, con un poco de suerte, algún par de lobos. Pero solo nos cruzamos con ardillas salvajes, alguna liebre cobarde y mosquitos enormes que deberían ser clasificados como aves. Apenas dejamos atrás el pueblo de Matagami empezaron a convertirse en una auténtica plaga bíblica. Fue emocionante, nos dieron una bienvenida multitudinaria. Estaban tan contentos de que estuviéramos por allí, que vinieron todos a saludarnos.

Los mosquitos son insectos sociales, les gusta la compañía, por lo menos la nuestra. Suelen llegar al amanecer para compartir el desayuno y en ocasiones al mediodía, sobre todo si es un día caluroso y el aire no se mueve. Al atardecer aparecen sin avisar acompañados de sus amigas las moscas negras, los tábanos con hambre u otros insectos voladores no identificados que se apuntan al pica-pica vespertino. Y pueden ser tantos, al mismo tiempo, que, si no tienes cómo protegerte, te darán ganas de empezar a gritarles ‘¡cobardes! ¡vengan de a uno!’.

Sin duda es una experiencia que templa el carácter, que te destroza los nervios o, si consigues soportar el zumbido constante en tus oídos, te convierte en un estoico del siglo veintiuno, en una especie de Buda viviente. En un Karate Kid que caza mosquitos en el aire sin mirarlos, que aplasta bichos golpeándose el pecho con la mano derecha mientras sigue escribiendo con la mano izquierda, sin quitar la vista de la pantalla del ordenador. En este momento, entre palabra y palabra, estoy llevando a cabo una masacre.

No sé si los mosquitos la recordarán en sus libros de historia, pero te aseguro que yo no los voy a olvidar.

Con el paso de los días dejas de llamarlos por su nombre y solo con decir ‘ya están aquí’ todos sabrán a qué te refieres. Aprendes a imitar el zumbido de los machos para atraer a las hembras  y molestar a tu pareja, los preparas dentro de guisos (ellos se tiran solos) o te los comes crudos cuando bajas la ventanilla de la furgo. Algunos estudiosos excéntricos los coleccionan para buscar diferencias entre unos y otros y les ponen nombres en latín. Otros los adoptan como mascotas, los encierran en amplias jaulas especialmente diseñadas para recrear su ambiente natural y diariamente les dan a comer del mismo dedo. Son personas que se encuadran dentro del ecologismo fundamentalista, veganos a ultranza incapaces de matar un maldito insecto porque son seres vivos o porque trae mal karma cósmico.

Yo, personalmente, los mato, los reviento, los aplasto sin piedad. Y entre los viajes por Alaska, Yukón y el norte de Quebec, he completado un doctorado Honoris Causa en la caza de insectos molestos que pican o te chupan la sangre. Aplaudo a las moscas cuidando de que su cuerpecito quede entre la palma de mis manos y aprieto los tábanos entre el pulgar y el índice hasta que escucho un crujido. Sí, los tábanos crujen. Incluso comencé a guardar cadáveres en una caja para tomar una fotografía de una montaña de mosquitos muertos. Seguía las indicaciones de un amigo editor de una revista, que me aconsejó ser creativo con las imágenes. Pero a los tres días aquello comenzó a oler tan mal que decidí buscar la originalidad por otros caminos.

Varias veces he intentado escapar volando de los mosquitos, pero solo he conseguido correr. Después de muchos intentos y golpes desafortunados contra el suelo decidí bañarme diariamente en lagos de agua helada con el propósito de despistar a los insectos, que suelen ser atraídos por el mismo olor a sudor del que huye la mayoría de tus amigos. Tampoco funcionó. Coloqué trampas pegajosas y hasta pensé en adoptar una iguana o por lo menos un lagarto cualquiera de lengua larga. ‘Estaría bueno uno de esos que cambia de color, sería cool’ le dije a Anna, utilizando palabras en inglés, que por algo estábamos en Norteamérica. Pero no quiso.

Después de un tiempo y una buena dosis de frustración y paranoia me di cuenta que, en cuestión de mosquitos, lo único que sirve es la prevención. Es indispensable usar ropa de mangas largas, rociar el interior de tu vehículo con insecticida y tu piel con repelente de insectos con un alto porcentaje de DEET. Si viajas por zonas donde la malaria sea común, es recomendable tomar algún coctail de pastillas que refuerce tus defensas. En nuestro caso, mientras cruzamos África, tomamos una mezcla de Paludrine (compuesto: Proguanil) y Malarone (compuesto Atovacuona y Clorhidrato de Proguanil). En realidad, nos atiborramos de ellas durante 18 meses. Es posible que hoy exista alguna otra combinación más eficaz, la medicina avanza.

Ya sabes, si te vas de viaje y no quieres terminar con el cuerpo cubierto de marcas como los brazos de un yonki, o hirviendo de fiebres como un zombi pálido que duda de qué lado está, protégete de los mosquitos. Y si eres un machote o una amazona y te gusta jugar a la ruleta rusa ponle mucho picante a la comida. Quizás, tras chuparte la sangre, los mosquitos exploten en el aire.

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Pablo Rey (Buenos Aires) y Anna Callau (Barcelona) viajan por el mundo desde el año 2000 en una furgoneta Mitsubishi Delica L300 4×4 llamada La Cucaracha. En estos años veinte años de movimiento constante consiguieron un máster en el arte de sobrevivir y resolver problemas (policías corruptos y roturas de motor en el Sáhara, por ejemplo) en lugares lejanos.

Durante tres años recorrieron Oriente Próximo y África, de El Cairo a Ciudad del Cabo; estuvieron 7 años por toda Sudamérica y otros 7 años explorando casi cada rincón de América Central y Norteamérica. En el camino cruzaron el Océano Atlántico Sur en un barco de pesca, descendieron un río del Amazonas en una balsa de troncos y caminaron entre leones y elefantes armados con un cuchillo suizo.

En los últimos años comenzaron a viajar a pie (Pirineos entre el Mediterráneo y el Océano Atlántico, 2 meses) y en motocicleta (Asia) con el menor equipaje posible. Participan en ferias del libro y de viaje de todo el mundo, y dan charlas y conferencias en escuelas, universidades, museos y centros culturales. Pablo ha escrito tres libros en castellano (uno ya se consigue en inglés) y muchas historias para revistas de viaje y todo terreno como Overland Journal (Estados Unidos) y Lonely Planet (España).

¿Cuándo terminará el viaje? El viaje no termina, el viaje es la vida.

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