229- El retorno a los malos caminos | MÉXICO

(Viene de Por las rutas del México narco)

No queríamos que la noche nos encontrara en la ruta. No hubiera sido la primera vez que ocurría, pero aquello era uno de los corredores del narcotráfico en Sonora, México, junto a la frontera con Estados Unidos. Simplemente, no era recomendable.

Si se pudiera desmembrar la tierra como un cuerpo –brazo, pierna, cabeza, pie, cadera – aquello sería la parte del torso cercana al cuello de Cártel de Sinaloa. No, no era el corazón, eso estaba en algún lugar desconocido de la sierra de Chihuahua, pero sin duda por allí circulaba la sangre que alimentaba al monstruo que había desbancado a los políticos y se había adueñado de la justicia y la injusticia al noroeste de México. Era el país dentro del país, sin aduana oficial ni migración, con una policía que vestía de civil y una justicia expeditiva que siempre saldaba sus cuentas. Este era el país del Cártel de Sinaloa, el Cártel del Chapo Guzmán, el hombre inalcanzable, sin rostro ni dirección conocida.

Sí, podía ser interesante descubrir tras una curva que la ruta había sido cortada por un control civil, un grupo de hombres con pocas pulgas y muchas armas manifestándose decididamente en contra de la curiosidad. Era posible, nos lo habían advertido más de una vez. También era una buena historia si sobrevivíamos para contarlo, pero, bueno, quizás era ir demasiado lejos. No tenía ganas de comprobarlo.

Por eso, a medida que el sol se acercaba peligrosamente al horizonte, pisé el acelerador de la furgo un poco más, abandonando la rutina de esos 90 casi 100 kilómetros por hora con los que nos dedicábamos a avanzar y retroceder por el mundo. En realidad, pisé el acelerador casi hasta el fondo. Quería llegar antes que la noche nos envolviera en su sudario y escondiera los detalles.

Acabábamos de dejar la seguridad del pueblo de Heroica Caborca en busca de una playa cálida donde refugiarnos por unos días y los 105 kilómetros de asfalto irregular y sin arcén, delgados, se estiraban como una goma de mascar usada. Haz la prueba: sostén la punta del chicle con los dientes y tira de él con la punta de tus dedos. Así era la ruta, recta, escuálida y curva, cuando el cauce de un arroyo seco creaba un badén que ponía a trabajar los amortiguadores. Ñic-ñic, ñic-ñic. Ñic-ñic. El sonido era el mismo que el provocado por los muelles de una cama vieja donde hacer el amor ruidosamente. Furiosamente.

Solo en ese momento, cuando atravesábamos los badenes amplios y escandalosos que anunciaban torrentes de temporada, bajaba de los 120 kilómetros por hora, 40 más de los permitidos por los carteles de velocidad máxima agujereados a tiros.

Avanzamos, pero el paisaje se mantiene imperturbable, seco, áspero. A la izquierda, un grupo de montes de piedra roja y reseca se levanta sobre un desierto de arbustos afilados, cubiertos de pequeñas dagas naturales. Es la primera barrera hacia los valles donde los locales, en voz baja, aseguran que están los cultivos. ‘Cultivos’ es una palabra bastante imprecisa que puede incluir cualquier cosa capaz de crecer en la tierra –maíz, cáñamo, tomates, nopal, amapola, algunos árboles frutales. Hacía tiempo que los narcos se habían convertido en mecenas de la agricultura en tierras lejanas, agrestes, escondidas y abandonadas.

Quienes se encargaban del cuidado de la tierra no eran narcos, eran los agricultores más pobres, los olvidados por la economía y la política, hombres y mujeres casi siempre de bajos recursos y menos educación formal que veían cómo una plantación de marihuana era capaz de dar lo mismo que diez años de maíz. Los fardos verdes y fragantes, prensados y aislados dentro de grandes bolsas de plástico grueso, atravesaban el paisaje detrás de la mercadería de camiones de antecedentes intachables o en avionetas que volaban al ras de la tierra. Que apenas se elevaban un poco para esquivar los cables telefónicos cuando atravesaban una ruta.

Los químicos que obraban el milagro de la transformación de la amapola en heroína llegaban escondidos en el doble fondo de camionetas con motores de ocho cilindros, mejores que cualquier caballo soñado por Pancho Villa. Del mismo destino salía el producto elaborado. Solo faltaba el sello oficial y la garantía de pureza de alguna administración sanitaria para que las dosis pudieran ser vendidas en el estanco de la esquina, o en el bar donde los parroquianos se embriagaban con tequila barato y legal.

El sol continúa descendiendo mientras acelero, todavía no sabemos dónde vamos a dormir ésta noche. Tomar este camino es una forma de retornar a África, a la ruta más incierta, sobre todo porque no puedo imaginar cómo es El Desemboque, nuestro destino. No había visto una foto del pueblo frente al mar, nadie había dicho ‘bonito’, ‘feo’, ‘sucio’, ‘vacío’, ‘peligroso’, ‘tranquilo’, nadie le había puesto un adjetivo. México es un país demasiado grande y El Desemboque es demasiado pequeño como para aparecer en la guía de viajes que Anna revisa sobre la marcha. La misma, que con el paso de los años se había convertido en un listado de hoteles y restaurantes.

– Algo encontraremos –susurro convencido en uno de mis mantras preferidos, invocando a la magia de las coincidencias.

Sincronicidad, esa es la palabra que inventamos para darle nombre a esas cosas que a veces ocurren sin que puedas explicarlas.

Esto era el viaje más puro, eso que tanto extrañaba después de dos años atravesando la pulcritud y la seguridad de Estados Unidos y Canadá. Movernos por el impulso básico de avanzar, sin saber lo que encontraríamos al final del camino. No hacer demasiados planes, dejar un espacio libre a la sorpresa, a la espontaneidad. Que el caos encuentre un orden, tirar los dados y caer de pie, otra vez, como un gato viejo que ya perdió la cuenta de las veces que salvó su vida.

Cuando llegamos a la Y Griega, el desvío hacia Puerto Peñasco, nos quedamos solos. Todos, coches jóvenes y viejos, todoterrenos sucios de campo y limpios de supermercado, toman por el palito superior derecho de la Y. Nosotros giramos a la izquierda. El desierto hacia El Desemboque parece más vacío, lleno de dudas espinosas. No podemos dormir a un lado de la ruta, no debemos tomar cualquier camino de tierra para acampar en lugares sin nombre o con nombres que es mejor no conocer. Por más que los últimos rayos de sol se apaguen como chispas que mueren en el aire, hay que seguir avanzando. Detenernos no es una opción.

Dos luces blancas aparecen en el espejo retrovisor. Son intensas, puras como una aparición religiosa, y avanzan a toda velocidad hacia nosotros. Intento acelerar un poco más, la furgo alcanza los 135 supersónicos kilómetros por hora y el volante comienza a vibrar. No es el suelo irregular, es el límite antes de que la carrocería comience a desarmarse, a dejar trozos de viaje a lo largo de la carretera. Cachos de metal que caen a los lados, como los pedazos que se separan de un cohete mientras asciende hacia el espacio. Las luces continúan acercándose.

¿Nos persiguen? ¿Por fin nos encontramos con un OVNI? ¿Serán los malos, los mañosos? Otra vez nos metimos donde no debíamos. Otra vez.

Alguien con más temor, o más motor, o más prisa, nos adelanta dejando una estela plateada y fugaz. Entonces, sobre ese par de focos rojizos aparece la sombra de un techo oscuro y triangular, delineado contra el cielo rojo sangre del atardecer. Y uno más, y otro. Un cartel verde artificial, plantado junto a la ruta, anuncia ‘El Desemboque’. El sol acaba de desaparecer y el asfalto le sigue, reemplazado por una calle de tierra agujereada. Bajo la velocidad y esta vez es el polvo quien nos adelanta.

Segundos después la noche se derrumba sobre nosotros. Ahora tenemos que encontrar dónde dormir.

(Continúa en Sincronicidad)

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Pablo Rey (Buenos Aires) y Anna Callau (Barcelona) viajan por el mundo desde el año 2000 en una furgoneta Mitsubishi Delica L300 4×4 llamada La Cucaracha. En estos años veinte años de movimiento constante consiguieron un máster en el arte de sobrevivir y resolver problemas (policías corruptos y roturas de motor en el Sáhara, por ejemplo) en lugares lejanos.

Durante tres años recorrieron Oriente Próximo y África, de El Cairo a Ciudad del Cabo; estuvieron 7 años por toda Sudamérica y otros 7 años explorando casi cada rincón de América Central y Norteamérica. En el camino cruzaron el Océano Atlántico Sur en un barco de pesca, descendieron un río del Amazonas en una balsa de troncos y caminaron entre leones y elefantes armados con un cuchillo suizo.

En los últimos años comenzaron a viajar a pie (Pirineos entre el Mediterráneo y el Océano Atlántico, 2 meses) y en motocicleta (Asia) con el menor equipaje posible. Participan en ferias del libro y de viaje de todo el mundo, y dan charlas y conferencias en escuelas, universidades, museos y centros culturales. Pablo ha escrito tres libros en castellano (uno ya se consigue en inglés) y muchas historias para revistas de viaje y todo terreno como Overland Journal (Estados Unidos) y Lonely Planet (España).

¿Cuándo terminará el viaje? El viaje no termina, el viaje es la vida.

8 thoughts on “229- El retorno a los malos caminos | MÉXICO

  1. Wow esta historia me ha emocionado, en tres días hago mi primer viaje a México y encontré de casualidad su blog, me ha encantado… Saludos desde Jamaica.

  2. Creo que si fuera facil, seguro y contado x otros, no valdria la pena gastar la gasolina ni el tiempo…la esencia es el riesgo a lo desconocido!!!aunk nos ponga los pelos de punta!

  3. Vaya aventura, de miedo como decimos aqui jajaja. Espero que cuando encuentren el lugar donde dormir, no se se levanten de la tierra los mañosos… algo asi como una ronda de zombies. Cariños, saludos y suerte.

  4. hola chicos… hoy los vi en Tulum en la playa pero no pude detenerme por que andaba apurado… nosotros estamos viajando en camio tambien desde Argentina hace mas de 2 años y queriamos saber si se quedan por estos lados para verlos… estamos en playa del carmen, abrazo!

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